Por Andrea García, asistente de posgrado en la Oficina de Diversidad e Inclusión Institucional.
En el otoño del 2019, mientras estaba sentada en el Auditorio Weasler, escuché al orador invitado Saúl Flores describir los sacrificios que sus padres como inmigrantes habían hecho por él y por su hermana para darles la oportunidad de tener una vida mejor. Se me hizo un nudo en la garganta pensando en todas las cosas que mis propios padres habían hecho por mí para poder ser la primera en mi familia en asistir a la universidad en busca de felicidad y de plenitud verdadera.
Al girarme para hablar con Clara Dwyer, vicedirectora de la Oficina de Compromiso e Inclusión, y con Brittany Ramírez, una compañera del posgrado, me di cuenta de que no era la única. Con lágrimas en los ojos, pudimos ver que compartíamos los mismos sentimientos, nuestros padres se habían sacrificado muchísimo y nos habían dado todo lo que pudieron. A pesar de que nuestros orígenes eran diferentes, compartíamos y comprendíamos profundamente nuestros sentimientos como estudiantes de primera generación. Como bien dijo Clara:“tenemos la responsabilidad de ser el futuro de nuestra familia”.Esta regla implícita tenía gran peso sobre nuestros hombros.
Después de asistir a Marquette como estudiante de pregrado y ahora en mi segundo año del posgrado en la misma universidad, no dejo de pensar en lo lejos que he llegado.
Encontré tranquilidad en todos los espacios de Marquette, algo que nunca pensé que fuera posible la primera vez que llegué al campus.
Sola, emocionada, nerviosa y abrumada. Así me sentía mientras caminaba de mi cuarto en la Residencia Estudiantil McCormick al edificio de ingeniería Olin a las 8 a.m. para asistir a mi primera clase de ingeniería general.
La Avenida Wisconsin se veía llena de personas de todos los orígenes imaginables. Ni siquiera el Programa de Oportunidades Educativas (EOP por sus siglas en inglés) al que asistí en el verano me pudo haber preparado para sobrellevar ese sentimiento abrumante.
Al entrar a mi clase como mujer mexicana de primera generación, sentía que no pertenecía ahí. Mientras buscaba mi asiento, me sentía insegura. Cuando miraba a los otros estudiantes, recordé que al principio del verano un compañero me había dicho que fui aceptada en varios programas de ingeniería no por mis propios méritos sino por el hecho de ser mujer y latina.
¿Era cierto lo que él decía?
Pasaron los meses y no me podía adaptar. Cada fin de semana regresaba a mi casa en Chicago. En el campus, daba saltos de alegría cuando escuchaba a alguien hablar español. Sus palabras me hacían sentir en casa. Cuando mi mamá me llamaba y me preguntaba cómo estaba, le respondía: “todo está muy bien”, mientras contenía las lágrimas. ¿Estaba decepcionando a mis padres? Hace años ellos habían salido de México para asegurarse que yo tuviera las oportunidades que ellos no pudieron tener.
En la oficina del EOP, la Srta. Jackie Walker, mi consejera de ayuda financiera, enseguida lo vio claro. Yo no estaba bien. “¿Qué te pasa, cariño?”, me dijo mientras me abrazaba. No estaba sola. Durante los siguientes cinco años, ella se convirtió en mi paño de lágrimas.
La presión de ser ingeniera pesaba sobre mis hombros. Las palabras de mi abuelo materno me perseguían: “mija, cuando crezca tiene que ser una abogada, doctora o ingeniera”. Mi abuelo paterno, de quien nos habíamos distanciado, se sentía orgulloso de que su nieta fuera a ser ingeniera. Además, el presidente de mi escuela secundaria decía que yo tenía la “oportunidad de oro”, si quisiera ser ingeniera. También, mis papás, cada vez que podían, les presumían a todos sobre mi carrera de ingeniería.
Pero…
Me daba la impresión que mis compañeros comprendían mejor que yo lo que estábamos aprendiendo. Todos parecían estar mejor preparados para los exámenes que yo, aún si me quemaba las pestañas estudiando. Todos tenían prácticas profesionales u oportunidades de investigación en el verano confirmadas. Todos tenían un familiar en el área profesional o alguien que comprendía lo que ellos estaban atravesando. Todos menos yo.
Yo era un fracaso.
Cerca de las vacaciones de Acción de Gracias, decidí aplicar al programa Experiencia de Concienciación Fronteriza, patrocinado por Marquette y que busca crear conciencia sobre asuntos de inmigración y derechos humanos. Ahí conocí a personas maravillosas a quienes les importaba la justicia social. Una de esas personas era Gerry Fischer, quien trabajaba en la Oficina del Ministerio del Campus en Marquette.
En los siguientes cinco años, Gerry se convirtió en mi confidente, la persona que me motivaba y me hizo creer que yo pertenecía en Marquette. Naturalmente, Gerry se dio cuenta que no me gustaba mi carrera. Él lo sabía pero mis padres no.
Durante mi segundo año en la universidad, visitar regularmente las oficinas de Gerry y de la Srta. Jackie era una parada obligatoria para sobrellevar mi día. Todo cambió cuando los dos me preguntaron:¿A qué te quieres dedicar realmente?Me quedé pasmada con la pregunta. No supe qué responder. Me parecía que mi vocación era ayudar a las personas y trabajar con ellas. Sin embargo, pensaba que satisfacer los deseos de mi familia era mi deber.
En esas vacaciones de primavera, fui a Nicaragua con Global Brigades, una organización de salud global y desarrollo sostenible, sin fines de lucro y dirigida por estudiantes, donde conocí a Michelle Schuh, vicedecana de la Facultad de Ciencias de la Salud. Michelle observó cómo yo interactuaba con las personas de la localidad y me dijo: “Sabes, se me olvida que eres ingeniera. Pienso que eres una de nosotros”.Al decir “una de nosotros” se refería a ser una profesional de la salud.
Después, me lancé a una búsqueda vocacional con Michelle. Ella me orientó y me ayudó a hacer un plan para descubrir cuál era mi verdadera vocación. Durante este proceso, mis padres no tenían idea de lo que yo estaba atravesando. Yo se los estaba ocultando porque temía que los iba a decepcionar.
El verano de ese mismo año, estuve en Polonia para el encuentro MAGIS, en el cual las personas se congregan para orar, servir, y peregrinar en preparación para la Jornada Mundial de la Juventud, un programa de educación en la fe y formación espiritual para los jóvenes. Mi fe y las personas maravillosas a quien conocí me encaminaron hacia mi verdadera vocación: ser una patóloga bilingüe del habla y del lenguaje.
Mi destino y mi mente cambiaron cuando decidí cambiar de carrera. Contarles a mis papás mis intenciones fue lo más difícil que he hecho. No entendían lo que significaba. Cuando les dije cuál era mi plan, se quedaron callados. Pensaban que había “desperdiciado” dos años. Se pusieron tristes por no haberme acompañado en mi proceso.
¿Era una mala hija?
Comencé mi tercer año en la universidad como asistente de residentes (RA por sus siglas en inglés) en la Torre Straz. Los tres años que fui RA, todos los residentes, asistentes de residentes y directores de las residencias estudiantiles me apoyaron en mi camino.
Fue Aaron McCoy, el director de mi residencia estudiantil, quien me habló por primera vez del término “síndrome del impostor”, algo que muchos estudiantes de primera generación experimentan. Es la creencia de no merecer tus logros y de no pertenecer en el lugar donde estás.
Ponerle nombre a lo que estaba sintiendo cambió mi perspectiva y empecé a comprender que no estaba loca.
Como RA, me di cuenta de que era muy protectora con mis residentes y quería ayudarlos de la misma forma que Gerry y la Srta. Jackie lo hicieron conmigo. Quería proteger a mis residentes de cualquier sentimiento de aislamiento. Quería referirlos a las personas y a los lugares con los que yo no conecté hasta que fui mucho mayor que ellos.
En mi camino encontré a miembros del personal y confidentes como Bernardo Ávila Borunda, Eva Martínez Powless, Marla Guerrero y Jacki Black. Ni yo ni mis residentes estábamos solos.
Cuando llegó el momento de mi graduación, me di cuenta que había construido una red de personas a quien acudir. Encontré tranquilidad en todos los espacios de Marquette.
Mientras aplicaba a los programas de posgrado, a diferencia de cuando apliqué por primera vez a la universidad, estaba rodeada de personas con quien podía hablar del proceso. Estaba preparada, sabía qué esperar y tenía un grupo de apoyo.
No estaba sola. No era un fracaso.
Lo había logrado.
Al mirar en retrospectiva cómo empezó todo, me doy cuenta que nunca estuve sola. Siempre tuve a personas dispuestas a apoyarme en el proceso.
Clara compartía conmigo el sentimiento de estar sola. Desafortunadamente, es un sentimiento que experimentan muchos estudiantes universitarios de primera generación.
Clara, como estudiante de doctorado y también estudiante de primera generación, trabaja en “I’m First”, una organización estudiantil dedicada a empoderar y a celebrar las trayectorias de los estudiantes de primera generación en Marquette.
Le pregunté a Clara qué consejos les daría a los estudiantes de primera generación. Ella comentó: “Es importante ser amable contigo mismo(a) y pedir ayuda. Nunca es muy pronto para pedir ayuda. La gente te quiere ayudar…. no estás solo(a)”.Clara agregó: “¡Cometer errores no es malo! Crecer significa aprender sobre ti mismo en relación a los demás y al mundo”.
Los estudiantes de primera generación conforman el 22% de la población estudiantil en pregrado de Marquette. Clara, junto con el programa “I’m First”, están trabajando activamente con varias oficinas en todo el campus para ayudar a los estudiantes de primera generación a sentirse integrados en Marquette.
De hecho, hay varios profesores, personal y líderes universitarios de primera generación como elPreboste y Vicerrector de Asuntos Académicos, Kimo Ah Yun. Nuestros orígenes pueden ser diferentes, pero estamos en esto juntos.
No estoy sola. No estás solo. Estamos en esto juntos. Todos somos Marquette.
Visitala página Estudiantes Universitarios de Primera Generación en Marquette para enterarte de su celebración.